lunes, 26 de septiembre de 2011

Uno de los curiosos soy yo

Un soleado día nos daba la bienvenida. A la vez que Carlos sumaba una jornada más a su duodécimo año como empleado en el Mercado de Santo Domingo, muchos de nosotros entrábamos en él por primera vez. Aunque no se trate de un mercado más especial que el de nuestras localidades, entrar en él me ha recordado a mi ciudad, a los sábados por la mañana de algunos años atrás, a la comida fresca que nada tiene que ver con el Carrefour que ahora frecuento. Como a Miriam, que hoy iba con su madre y su hermana a comprar, también me regalaban en la charcutería una piruleta por lo “maca” que era, con la diferencia que a ella la halagan con un “majica”.




No nos ha faltado tiempo para ver a más de un señor leyendo el periódico en algún sitio discreto y tranquilo del mercado, como si de una biblioteca se tratara, y calzando chanclas. Un par de amiguetes se contaban historias de abuelos mientras esperaban su turno en una parada de pescado. El ascensor no paraba de cargar y descargar a personas y carros, tan ligeros que casi iban solos o, al contrario, prácticamente inamovibles por el peso. Una señora entablaba conversación con la vendedora de fruta, a la vez que el hijo de ésta le ponía cuatro kilos de manzanas golden. Otra vendedora aprovechaba la media hora de descanso para ir a hacer algún recado por las cercanías del mercado. Una furgoneta cargaba kilos de comida con destino al Polideportivo de la Universidad, que celebraba su jornada del Deporte. Decenas de matrimonios, generalmente mayores, se acompañaban mutuamente a hacer la compra, con la ayuda del carro y de la necesidad de no dejarse. Algún que otro curioso llevaba gafas de sol puestas dentro del mercado, conociendo solamente él el verdadero motivo de tal tendencia.  A falta de bolsas, otro señor hacía cola en alguna parada con la barra de cuarto guardada en uno de los bolsillos traseros de sus pantalones.
De pronto un estruendo llegaba, de lejos, desde la puerta del mercado. Para los ignorantes como yo, nos ha venido de nuevo encontrarnos con la kalejira que desfilaba por las calles de lo viejo, y que se acercaba hasta llegar a entrar en el mercado. Minutos antes, algunos de los músicos hacían aún la última compra en la frutería.



En la puerta trasera, el vino ya estaba preparado por un domingo de celebración de San Fermín Txikito. Juntamente con tal festejo, este sábado medianamente normal el Mercado de Santo Domingo se ha visto deslumbrado por centenares y miles de flashes. Detrás de estos flashes estaban nuevos curiosos que bajaban, por un día, la media de edad de los que a menudo van a pasar horas en él. Son ni más ni menos que los herederos de la antigüedad clásica, los que siguen concibiendo el mercado tal y como fue hará cosa de muchos años: el punto de encuentro social de la localidad.


lunes, 19 de septiembre de 2011

Un día en imágenes

Cinco minutos después de que el despertador haya sonado inútilmente por primera vez, el de mi vecina de habitación pone en funcionamiento un doble aviso a mi cerebro: el primero, que hay que levantarse. Acto seguido, casi de forma simultánea, que hay que raptar la cámara, y como en un buen rapto de película americana la recompensa se especificará más adelante, tras una valoración de los hechos.
Pensando en la primera foto… ¿Por qué no darle los honores a mi habitación de 4x3 metros? ¿O a las fabulosas vistas desde la ventana? ¿O a la ducha a la que la cámara no entrará, por su bien? ¿A la vecina de habitación en su mejor momento? ¿Por qué no a todo? Total, si hay que llegar a las mil… Pero finalmente me decanto a retratar a otro protagonista que acertadamente preveo que protagonizará todo este 16 de septiembre: una libreta pequeña con gran función. Tardo 30 minutos de reloj en llegar a escribir los 1000 dígitos en dicho bloc de notas, por lo que otra foto de la lista no me parece ningún gesto inútil: la causa lo merece.
Las primeras fotografías van dirigidas exclusivamente a seres que no vayan a rechistar ni a preguntar con cara de circunstancias el por qué de esta práctica. Más que nada porque no lo sé ni yo… A la camiseta morada, las zapatillas de deporte, los vaqueros oscuros, al pijama. Me gusta, todos calladitos. Aprovecho por hacer la cama. Acto seguido, probemos con seres vivos. Desde la ventana, un árbol parece que se ríe de mí y me diga: “Qué corta eres, tienes la tapa puesta en el objetivo”. El de su lado parece decir lo mismo. Qué le haremos. Quizá tiene razón y el acto parecerá más real quitándola. Ahora mejor. Unas quince fotos a panorámicas del campus con un sol de justicia no son nada malas. Al pájaro que está en el árbol más cercano a mi habitación no lo consigo pescar. En la distancia de la verja de mi colegio mayor, nada más ni nada menos que un pequeño conejo corre plácidamente. Una mosca vuela como si la habitación fuera suya, y yo la persigo para recalcar que ésta es mía.
A partir de este entrenamiento fotográfico, el resto del día fluye con mucha más soltura en cuanto a la relación ego-cámara.
El desayuno se resume en: “Claudia, saluda”. “Rocío, no te rías”. “Ana, no preguntes”. “María, toma flash”. Le acompaña un  bizcocho con chocolate y un vaso de leche.  Acto seguido, un grupo de cuatro amigas nos dirigimos al acto de apertura de la Universidad. En mi objetivo se estrena con una foto al bedel que nos deja pasar (¡tras revisar con la vista mi cámara!). Nos conceden un sitio privilegiado, ni más ni menos que al lado de varias decenas de periodistas. Mi cámara encuadra a Yolanda Barcina, al rector de la Universidad, a Eugenio Simón, a Alejandro Llano...
– ¡Fíjate, nuestros profesores!
Ni más ni menos que en el desfile consigo grandes primeros planos de Mercedes Montero, Mercedes Medina, Carlos Barrera, Mónica Herrero, Jaume Aurell… Todos ellos quedan alumbrados por los flashes, aunque no precisamente de los míos, pero sí del resto de periodistas que no juegan a hacer fotografías como yo, sino que las hacen de verdad.
Una bicicleta, una amiga y yo nos encaminamos al piso de ambas. Antes, paramos a comprar leche y detergente en Día. Se trata de una compra muy universitaria que no tolera ningún otro capricho, por la falta de capital: aquí capturo el monedero. La cajera saluda abiertamente. Ana, mi amiga, también saluda varias veces al objetivo. Por los caretos que pone, sabe perfectamente que en realidad no está la memoria puesta. A continuación, hacemos un tour por Caja Navarra, Caja España, la Caja Rural, sin suerte: nadie nos quiere dar dinero si no pagamos una comisión. Los cajeros automáticos tan feos son el objetivo de las fotos.
Una comida copiosa con fruta de postre (qué bonita bodegón) es lo seguido. Tras ella, dos horas de maravilloso estudio: la verdad es que antes de hacer click en la cámara preparo la mesa para que realmente parezca que estoy estudiando: libros abiertos, bolígrafos esparcidos... De repente, Isabel me pide que la acompañe a hacer… ¡fotografías! Los arquitectos no se diferencian tanto de los periodistas. Mientras ella coge planos generales de una fea rotonda de la Taconera, yo busco su cara desde el objetivo, hasta que empieza a chispear y mi Réflex de una semana de vida decide que se ha acabado por hoy, por el bien de su maquinaria y el de mi bolsillo. La recompensa que me llevo por el rapto de la cámara es que, a pesar de pasearla a lo largo de todo el día, ¡no he gastado ni una raya de batería! Bueno, y que lo he acabado pasando un poco bien.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Lo que un árbol tiene que oír...



- No llegamos a clase. ¿Vamos directamente a Faustino?
- Pero tú pagas mi pincho.

- Mañana me sacan las muelas del juicio. ¿Tú crees que puede doler mucho?



- ¡Apresura el paso, que con este ritmo me duermo!
- ¡Nunca más corro contigo! Si es que llego vivo...

- ¡Corre, Baldo!


- ... y me ha invitado a un café mañana por la tarde.


- Recomiéndame un libro, pero que sea delgado. Se me ha pasado por la cabeza leer...


- Creo que me voy a saltar la clase de 1 para estudiar.


- Por favor, ¡que no empiece a jarrear antes de que lleguemos a casa! Pamplona y su microclima...